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¿QUÉ ES LA VERGÜENZA?

La vergüenza es una emoción. Una emoción compleja que juega un papel nuclear en el desarrollo de la psicopatología y la personalidad. La vergüenza es universal, todos la tenemos y quién dice que no, o miente o, simplemente, no es consciente de ella. Lo cual, por otro lado, es bastante frecuente porque esta emoción, por su propia naturaleza, tiende a ocultarse.

¿PARA QUÉ SIRVE LA VERGÜENZA?

La vergüenza es una emoción social y, al igual que todas las demás emociones, es adaptativa y cumple una función. La función de la vergüenza es lograr un cierto grado de adaptación a la norma social para facilitar el funcionamiento como sociedad. La vergüenza, por lo tanto, fundamentalmente sirve para ayudarnos a adaptarnos al grupo.

Imagina por un momento un mundo en el que nadie sintiera vergüenza, ¡Un mundo lleno de sinvergüenzas! Donde a nadie le importara lo más mínimo la mirada del otro y actuáramos en todo momento como si estuviéramos solos…

¿DE DÓNDE VIENE LA VERGÜENZA?

En muchas ocasiones, para lograr comprender nuestra psique y, en este caso concretamente, la relevancia de la vergüenza, es necesario recurrir a la antropología. Recordar de dónde venimos. Venimos de la tribu, de los pequeños poblados en medio de la selva o del desierto. Venimos de un entorno en el que: la exclusión, el ostracismo, el exilio; en definitiva, el rechazo del grupo era un peligroso sinónimo de muerte. Desde un punto de vista filogenético, no ser aceptado ha constituido un grave peligro. Sentir vergüenza (dentro de unos parámetros sanos) nos ayuda a integrarnos mejor en el grupo.

Por otro lado, a diferencia de otros animales, los seres humanos nacemos completamente por hacer, totalmente indefensos y a merced de que alguien nos cuide. Por ello, también desde un punto de vista ontogenético el rechazo y el abandono por parte de las figuras que deben proporcionarnos cuidados, es el mayor peligro que un bebé/niño puede tener que enfrentar.

El egocentrismo propio del cerebro en desarrollo unido a la dependencia extrema de un niño, nos llevan a idealizar a nuestros padres. Si un padre o una madre no logran transmitirle bien al niño que le quieren, el niño no les culpa a ellos (“mi papá tiene depresión, que no me cuide no tiene nada que ver conmigo”, “mi mamá está estresada por el trabajo” etc.), al contrario, se culpabilizará a sí mismo: “no me quieren porque NO SOY QUERIBLE”, “no soy digno de ser amado”, “no merezco”, “no soy suficientemente X”, “soy demasiado Y”, “HAY ALGO MALO EN MÍ”. Esas creencias nucleares negativas son la raíz de la vergüenza.

Estas creencias nucleares negativas sobre nosotros mismos las aprendemos a través de nuestras experiencias. Muchas veces estos aprendizajes son implícitos. Por ejemplo, si soy un bebé y cada vez que lloro nadie viene a ver qué me pasa y cuidarme, puedo aprender que “expresar mis necesidades o pedir ayuda no sirve de nada”, o que “no puedo fiarme de que los otros vayan a estar ahí cuándo necesito ayuda” y, en última instancia, que “yo no soy digno”, no recibo apoyo, atención, cuidados o amor porque “yo no lo merezco”

Otras veces “nos hablamos como nos hablaron”. Creo que soy tonta porque me hicieron bullying y me llamaban tonta. Creo que soy gorda porque de pequeña cada vez que quería una galleta recibía una mirada de desaprobación acompañada de un comentario despectivo…

Las cualidades de personalidad no son ni buenas ni malas, es el juicio que emitimos sobre ellas lo que las vuelve tales. Juicio que varía según qué culturas, épocas, generaciones etc.

Cuando una característica nuestra ha recibido un juicio negativo, por ejemplo, querer ir a la universidad en una casa en la que se considera que los estudios superiores son inútiles y de “ricos” o de “consentidos”. No hay nada de malo con ser inteligente, pero si en tu casa te han tildado siempre de “listilla” y te han criticado por “creerte superior” etc., puede que llegues a interiorizar ese juicio negativo que otros hicieron antes de ti y ese juicio negativo interiorizado es la raíz de la vergüenza.

Una vez que se ha forjado esta creencia de que “dentro de mí hay algo que debo ocultar (que soy débil, que no soy tan inteligente, que me dan miedo muchas cosas, que soy intensa, que a veces no quiero salir de la cama, que tengo un fetiche…) porque si los demás lo supieran pensarían que soy “raro” y no digno de ser amado y pertenecer”, empiezo a vivir de otra forma; siempre ocultando(me), siempre controlando(me) para no ser “demasiado” visto. La curiosa y a la par dolorosa paradoja es que, toda esta ocultación la hacemos porque queremos conectar y pertenecer, pero es imposible conectar y pertenecer si nos relacionamos con el mundo cual caracol, escondidos detrás de una coraza: creyéndonos protegidos por la ilusión de invulnerabilidad.

EL COCTEL DE LA VERGÜENZA:

Hay tres requisitos sine qua non para que experimentemos vergüenza:

  1. Creer que hay algo malo en mí (algo de lo que avergonzarse)
  2. Un observador: alguien que vea ese algo
  3. Conciencia de ser observado: ver que me ven

Por ejemplo: vivo en un edificio de pisos y enfrente de mi ventana hay vecinos. Un día estoy muy contenta y estoy haciendo un bailecito “ridículo” yo sola en mi habitación. No hay vergüenza, ni me acuerdo de que tengo vecinos. El vecino me está viendo desde su casa (pero yo no me he dado cuenta), por lo que, sigue sin haber vergüenza. De pronto…alzo la vista y veo a mi vecino mirándome y riéndose de mi bailecito, ¡tierra trágame!, la vergüenza me inunda.

Como la vergüenza tiene tanto que ver con la mirada del otro y con mi propia mirada sobre la mirada del otro, la reacción natural al sentirla es la ocultación, de ahí el que nos llevemos las manos a la cara para tapárnosla y a que sintamos que queremos desaparecer. Nos lleva a ocultarnos, a escondernos, a no mirar a los ojos, a caminar mirando al suelo…En última instancia, una vergüenza desmedida, insana, nos impide ser nosotros mismos, bloquea nuestra espontaneidad, nuestra autenticidad y nuestra capacidad para la vulnerabilidad.

La vergüenza nos lleva a la ocultación, de la mirada y el juicio del “otro” y, en ocasiones, también del nuestro propio, por lo que, para defendernos de ella repudiamos a la sombra partes de nosotros mismos, nos alienamos, nos fragmentamos, renunciamos a ser completos, en toda nuestra complejidad.

VERGÜENZA, CULPA Y MIEDO:

La vergüenza (en su justa medida) es sana, a pesar de no ser agradable. No es una emoción cómoda, por lo que, al igual que nos suele pasar con todas las emociones incómodas, tendemos a evitarla, evitando todas aquellas situaciones en las que suele aparecer. Lo cual, solo lleva a que crezca.

Conviene diferenciar la vergüenza de la culpa. La culpa es “he hecho algo malo”. La vergüenza dice: “soy algo malo”, “hay algo malo en mí”, “no soy suficientemente X” o “soy demasiado X”.

La vergüenza tiene más que ver con el miedo y es que, en última instancia, es un tipo de miedo, el miedo al rechazo, el miedo a la incompatibilidad de dos necesidades básicas: ser y pertenecer. Brene Brown define la vergüenza como el miedo a la desconexión: “hay algo en mí que si los demás conocieran o vieran me haría indigno de conexión”. Desde este punto de vista podemos redefinir conceptos como “ansiedad social” o “miedo a hablar en público” como manifestaciones de la vergüenza.

La única forma de superar un miedo es afrontarlo, la única forma de superar la vergüenza, ese “miedo a ser vistos” es afrontarla, permitirnos ser vistos.

VERGÜENZA PATOLÓGICA

Todas las emociones son adaptativas, es decir, nos ayudan a sobrevivir y a adaptarnos al ambiente…hasta que dejan de serlo. Hay tres parámetros que sirven para identificar cuando una emoción deja de ser adaptativa: intensidad, frecuencia y duración.

Como ya se ha dicho, la vergüenza cumple una importante función para ayudarnos a desear ser aceptados por el grupo e inhibir ciertas conductas inapropiadas, de forma que facilita el funcionamiento de la sociedad, pero para ello, pagamos un precio. Una dosis sana de vergüenza es positiva, pero si se vuelve excesiva, se convierte en un sentimiento de inferioridad/inadecuación más o menos consciente que proyecto en otros, de forma que nos bloquea y nos inhibe de poder pedir apoyo y, en última instancia, frena, o al menos limita considerablemente nuestra tendencia innata a crecer y evolucionar.

¿QUÉ HACEMOS CON ELLA?

Debido a que la vergüenza comienza con un juicio negativo sobre nosotros mismos, todo lo que me lleve a compensar o invalidar este juicio, ayuda. Por ejemplo, una actitud compasiva con nosotros mismos, una actitud de no juicio, agradecernos, cuidarnos, reconocer nuestros esfuerzos, la humildad…

Por otro lado, debido a que es una emoción fundamentalmente social, que aparece sobre todo en la relación con otro, cualquier experiencia en la que me permita ser visto por otro ser humano, visto en mi fragilidad, en mi inseguridad, es decir, cada vez que airee las partes de mí de las que me avergüenzo y, en lugar del temido juicio, me encuentre con aceptación y empatía, con alguien que no nos juzgue como “tan malos como nosotros nos vemos”, sanamos. Este permiso para ser profundamente vistos no es otra cosa que la vulnerabilidad. La vulnerabilidad es el pasaje que debemos pagar, necesariamente, si queremos conectar.

Curiosamente, la vergüenza nos lleva a querer huir de la vulnerabilidad y, a su vez, esta es el camino de salida si queremos experimentar la vida con menos vergüenza, permitiéndonos ser vistos y creyéndonos merecedores de amor y pertenencia, comprendiendo que no tenemos porqué elegir entre ser y pertenecer, sino que, más bien al contrario, la pertenencia solo es real cuando lo somos nosotros.

Alejandra Sánchez

Psicóloga sanitaria en NB Psicología

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