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La realidad nos expone diariamente a la migración, ya que España es un país “lanzadera” y receptor de migrantes. Más allá de la visión que nos muestran los medios de comunicación (a menudo sensacionalista o limitada a estadísticas) es nuestro deber desde la psicología sensibilizarnos, comprender y saber trabajar este complejo escenario, así como la repercusión que tiene para las personas implicadas.

Los procesos migratorios exponen a quienes los viven a cambios muy drásticos, y ponen sobre la mesa nuestra capacidad de adaptación. Hablamos de cambios que implican ganancias y pérdidas, aprendizajes y duelos, oportunidades y renuncias… de ahí que una correcta elaboración del proceso migratorio implique un equilibrio entre asimilar lo nuevo y reubicar lo que se deja atrás.

El proceso migratorio puede resolverse “fácilmente” si se elige con libertad (es decir, si no se produce por huir del país de origen para sobrevivir), si se realiza en buenas condiciones para la persona, si ésta es acogida amablemente y se le facilita la adaptación y consecución de objetivos por los cuales decidió migrar. Pero no siempre ocurre así. En muchos casos las circunstancias personales y sociales convierten el duelo migratorio en un proceso traumático, doloroso y desesperanzador.

Definimos el duelo como la respuesta emotiva a la pérdida de alguien o algo. En el duelo migratorio el objeto perdido es el país de origen, pero como veremos, este duelo es múltiple. Se pierden muchas cosas a la vez, todas valiosas y significativas para la persona. Joseba Achotegui, psiquiatra especializado en migración, habla de pérdidas en 7 áreas:

  • Familia y amigos: se trata de una pérdida parcial, ya que la red familiar y social del emigrante sigue existiendo, pero éste se separa de ella. Supone sensaciones de soledad, desarraigo, tristeza… y, pese a que suele estar muy presente la idea del “reagrupamiento”, no se da tanto como se querría e incluso si se producen contactos, tras estos se puede reactivar el dolor. Es muy importante para la persona emigrante mantener el contacto con sus raíces, pero de igual manera crear una nueva red social en el país de acogida, que le permita rehacer su vida afectiva y contar con vínculos de apoyo.
  • Lengua: mediante el lenguaje nos comunicamos, expresamos aspectos íntimos, reclamamos, agradecemos… por lo que si se emigra a un país donde no se habla la lengua materna, la adaptación se complica aún más.
  • Cultura: es nuestro país o macrosistema el que, en gran medida, nos enseña valores, costumbres, formas de vida, concepciones acerca del mundo y de cómo comportarnos. Emigrar obliga a esforzarse por aprender un nuevo código, sin que esto signifique rechazar la cultura de procedencia.
  • Tierra: cada persona siente apego a su tierra y a sus paisajes. Este es el marco externo con el que nos identificamos y en el que nos movemos cómodamente. No es difícil entender el estrés que supone tener que enfrentarse a un marco muy distinto, en el que por ejemplo sólo hay 5 horas de luz o en el que se pasa de una aldea a una gran ciudad donde necesariamente te tienes que desenvolver en transporte público…
  • Nivel social: es muy común la pérdida de estatus al migrar y, aun teniendo formación para trabajos más cualificados, tenga que reengancharse al plano laboral en los escalones más bajos. Si esta situación se prolonga en el tiempo, la desmoralización o las dudas por la decisión tomada aflorarán dificultando mucho la adaptación.
  • Grupo étnico: obtenemos seguridad al obtener reconocimiento por las otras personas pertenecientes a los grupos a los que pertenecemos. Al empezar de cero en un nuevo país, no existen tales grupos de pertenencia y al principio se pueden observar reacciones de rechazo, desconfianza… que aumentan el malestar. Es muy importante ver el intercambio cultural como una oportunidad de enriquecimiento, así de ideas fundamentalistas en las que unas culturas prevalecen por encima de otras.
  • Seguridad física: las condiciones del trayecto, de la vivienda, de los riesgos fruto de la xenofobia, de la higiene y del acceso a servicios médicos… pueden suponer una inseguridad notable en el emigrante.

Son tantos los cambios y las situaciones a integrar tras la migración, como hemos podido ver, que la identidad de la persona se modifica. Tendemos a poner nuestra identidad en nuestras raíces, nuestra lengua, nuestros valores, nuestras creencias sobre el mundo, nuestras relaciones… por lo que al emigrar, ¿dónde se queda nuestra identidad? Así, no es extraño escuchar a padres y madres que abandonaron su país relatar con tristeza cómo su descendencia no vivirán lo que ellas vivieron, las tradiciones con las que se identifican, muy relacionadas con su identidad.

Se considera que el duelo migratorio se elabora correctamente cuando la persona construye una nueva identidad más rica y compleja, que no necesariamente es opuesta a la identidad previa. Esto supone integrar la nueva situación y el país de acogida (y sus costumbres, normas o ritos), sentirse parte del mismo, pero sin olvidar el país de origen. Al contrario, es muy importante incorporar los recuerdos a la realidad del presente conciliando ambas vivencias. La conciliación cumple una necesidad psicológica importante para el bienestar emocional, y nos permite mantener conexiones con nuestra historia y desarrollarnos con nuevas incorporaciones. Al fin y al cabo, la identidad es un proceso sin fin, en construcción constante.

PAULA LÓPEZ RODRÍGUEZ

Psicóloga sanitaria y docente en NB Psicología

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