“No sobrevive la especie más fuerte, ni la más inteligente, sino la que mejor responde al cambio”. C. Darwin.
¿Cuántas veces a lo largo de nuestra vida nos hemos sentido derrotados? ¿Cuántas veces hemos sentido que nos encontrábamos en un túnel dentro del cual no encontraríamos salida? ¿Cuántas desgracias, crisis, desastres y atrocidades tenemos que vivir los seres humanos para que nos demos cuenta de la increíble capacidad de adaptación que tenemos?
Desde siempre, la Psicología se ha centrado en el estudio del malestar, del trauma y de la patología destacando las debilidades del ser humano, poniendo de manifiesto la vulnerabilidad de nuestros cuerpos y de nuestras mentes, convirtiéndonos en víctimas de nuestra propia vida y de nuestras experiencias y, al mismo tiempo, ayudándonos a desarrollar herramientas para superar las situaciones difíciles y afrontar las adversidades venideras.
A lo largo de los últimos años, una rama de la Psicología ha querido poner el foco de atención en aquellos rasgos que nos permiten continuar, adaptarnos e, incluso, salir reforzados de situaciones especialmente traumáticas. Esa capacidad del ser humano de afrontar las situaciones traumáticas, adaptarse y sobreponerse a las mismas ha sido denominada Resiliencia. El término Resilienciaproviene del campo de la Física, definiéndola como la propiedad que poseen algunos materiales de deformarse al ejercer una fuerza sobre ellos, y volver a su forma inicial cuando dicha fuerza cesa.
Tras los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos, se puso en marcha un inmenso dispositivo de servicios de atención a la salud mental, anticipando un gravísimo funcionamiento posterior tanto en las víctimas como en sus familiares. Nada más alejado de la realidad. Estudios posteriores desvelaron que un gran porcentaje de las personas afectadas por los atentados salieron adelante y, no sólo no desarrollaron ningún tipo de trastorno, sino que habían experimentado un aumento en su nivel de bienestar y un cambio en sus valores y creencias que les estaba permitiendo reestructurar la forma en la que veían y se relacionaban con el mundo. A esta experiencia la denominamos crecimiento postraumático, el proceso por el cual llevamos a cabo un cambio psicológico positivo tras enfrentarnos a situaciones vitales complicadas, sin volver a nuestro estado inicial antes del evento traumático sino rescatando los aspectos positivos y desarrollando nuevas herramientas para salir adelante.
La aproximación convencional de la Psicología en las situaciones de trauma se ha centrado en los efectos devastadores de la situación traumática, dando por sentado que la aparición de un trastorno por estrés postraumático es la respuesta más habitual en las personas. De hecho, cuando observamos a personas que no reaccionan con alguno de los síntomas asociados al trauma (miedo, desesperanza, tristeza…) tendemos a estigmatizarlas, asumiendo que tienen rasgos disfuncionales que les impiden sentir con normalidad o que están en pleno proceso de negación por no ser capaces de enfrentar la situación. No obstante, aunque en multitud de ocasiones en las que podríamos esperar que, debido a la crudeza de la experiencia, la persona desarrollara una patología, los estudios demuestran que esto no se produce de tal manera, sino que la mayoría de la gente se sobrepone a la experiencia y, más allá, logra un crecimiento y aprendizaje personal a través de la situación traumática.
¿Quiere esto decir que las personas resilientes no sufren? ¿No experimentan tristeza, angustia o desesperanza? ¿No sienten deseos temporales de rendirse? La realidad es que la resiliencia es una característica ordinaria, no extraordinaria. Somos más capaces de salir adelante y de superar los obstáculos de lo que percibimos en nosotros mismos. Aquellos que superamos las situaciones traumáticas y seguimos adelante no somos unos pocos elegidos, somos la gran mayoría. Somos más fuertes de lo que creemos, más capaces, más resistentes. No nacemos con la capacidad de ser resilientes sino que aprendemos a serlo. Y el hecho de que sea un aprendizaje, significa que todos podemos desarrollar esta capacidad.
Piensa en alguna experiencia pasada que en su momento te resultara difícil superar. ¿Qué mecanismos pusiste en marcha para salir adelante? ¿Qué pensamientos y emociones experimentaste? ¿Qué personas te ayudaron en el camino? ¿Has aprendido algo de aquella experiencia? ¿Has salido fortalecido?
Si miramos atrás, todos podremos encontrar situaciones complejas que, quizá, en aquel momento sentíamos que nos desbordaban: la muerte de alguien cercano, un accidente, una enfermedad, una separación…
Enfocarnos en las experiencias pasadas y en aquellas fortalezas personales que nos ayudaron a seguir adelante, puede ayudarnos a identificar cuál es la estrategia y el camino a seguir para desarrollar nuestra resiliencia. Es muy habitual que cuando pensamos en situaciones pasadas, nuestro pensamiento sea algo parecido a “Qué mal lo pasé en aquel tiempo, cuánto sufrí”. Sin embargo, no es común pararse a pensar en que fuimos lo suficientemente fuertes para salir o superar esa situación que nos hacía daño y nos hacía sufrir. Y es precisamente ahí donde debemos centrarnos, no sólo en nuestra debilidad sino también, y sobre todo, en nuestra fortaleza. Porque el ser humano es fuerte, es adaptativo, capaz de superarse a sí mismo y un experto en encontrar luz donde sólo ve oscuridad.
Escrito por Ana Gaudioso psicóloga del equipo NB.