Christopher McCandless fue un joven estadounidense que en los años 90 decidió dejarlo todo para lanzarse a la aventura de atravesar el país a pie sin recursos, hasta llegar a la tundra de Alaska, donde vivió un tiempo integrado en la naturaleza salvaje, y donde moriría solo y posiblemente, de hambre, un par de años después.
Esta historia ha sido narrada por Jon Krakauer, escritor dedicado a biografiar personajes como este o en general, narrar historias de lo que habitualmente consideramos proezas humanas, aventuras o grandes logros. Además, fue llevada al cine por Sean Penn en la película que muchos habréis visto: “Hacia rutas salvajes”. Todo ello, con el tono de admiración y respeto habitual que rodea las historias de gente excepcional.
Cuando vi por primera vez la película hace unos años me resultó agradable, conecté con esa sensación de contacto con la naturaleza salvaje y la ausencia de civilización que tantas veces he tratado de imaginar. Debe ser algo emocionante, pero sobre todo, terrorífico, sentir que estás completamente solo y lejos de cualquier ser humano. Y no solo unas horas, como algunos sienten cuando viajan, sino de forma permanente. Saberte único en kilómetros, sin comunicación posible, sin sonido humano alguno. Notar lo que notan los animales salvajes que nunca han visto un homo sapiens. Vivir la experiencia pura de ser un ser natural, sentir el frio y el hambre de la naturaleza más pura.
Bien, todas estas sensaciones me gusta pensarlas, como cualquier otra experiencia digna de provocar emociones fuertes. Supongo que algo como esto es lo que cautiva a cualquiera e invita a ver y admirar una historia semejante.
Pero la segunda vez que la vi, ya fue intencionadamente a través de los ojos de la teoría del apego. Quise valorar si realmente, este personaje era un héroe digno de admiración, o simplemente una persona con un patrón evitativo de apego, con un problema en su capacidad para establecer vínculos sanos y por lo tanto, con una necesidad imperiosa de alejarse del resto de humanos para evitar el dolor que la cercanía le produce.
Hay frases que me alarman cuando las leo, y que están integradas en la sabiduría popular. “Es bueno aprender a estar solo” “es malo ser dependiente” “el apego es un problema importante de la humanidad” u otras expresiones cargadas de significados como este. De alguna manera, se potencia la independencia, se admira la capacidad de organizarse completamente solo y sin necesitar al otro. Se valora a quien “madura” y logra esto, y a quien además, consigue heroicidades o proezas consistentes en vivir solo y sin ayuda de nadie.
Sin embargo, este encumbramiento social no es más que, posiblemente, el resultado de la lucha constante del ser humano por resolver los conflictos derivados de la necesidad más básica que nos motiva: el apego. Todos necesitamos al otro, somos dependientes y esto no es un problema. Es un problema no poder cubrir la necesidad, no haber establecido una vinculación correspondida, que nos regule y nos de seguridad. Así, una forma de resolver este problema, de protegerse del profundo dolor que produce, es activar los mecanismos de defensa de carácter evitativo. Querer vivir solo, sin nadie, lejos de cualquier otro humano, no es más que una versión extrema de esta defensa.
Sin embargo, no encuentro en ningún manual diagnóstico un cuadro psicopatológico que se corresponda. No existe un “trastorno de personalidad independiente” aunque sí numerosos problemas relacionados con la “dependencia” a personas, cosas, sustancias, situaciones… ¿Es ser dependiente el verdadero problema? ¿o es la independencia un problema aún mayor, que puede llevar a un ser humano a semejante “proeza” mortal? Dejaré una pista: La frase que titula este artículo fue escrita por el propio Cristopher antes de morir. Quizás toda su experiencia le sirvió para valorar y aceptar la verdadera y dependiente naturaleza del ser humano.
Escrito por Nerea Bárez