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Cuando uno empieza su vida profesional como terapeuta, por lo menos en mi caso, parecemos necesitar un protocolo de actuación, una guía por la que caminar el proceloso mundo del paciente real que no trae etiqueta diagnóstica ni libro de funcionamiento (y si lo trae, tanto da, porque a veces está en un lenguaje ignoto). El vacío ante la responsabilidad, ante lo desconocido, ante la presencia de una persona total cuya problemática nuclear está ahí, ante nosotros noveles psicólogos, pero oculta muchas veces o protegida con mil defensas, y ante la que se nos antoja el parecer como un ejército sin experiencia que debe asediar una fortaleza casi inexpugnable. Como una Constantinopla que ha sobrevivido a mil asedios y ante la que el novel se siente como otro ejército más de la historia que engrosará, seguro, las estadísticas del asedio fracasado. Y para evitarlo nos enfrascarnos previamente en conocer mil argucias, mil técnicas terapéuticas, a las que tratamos de buscar el nexo de unión con esta o aquella otra corriente terapéutica que parecen eficaces. Sabiendo, en todo caso, que ante la primera acometida chunga del paciente -nuestra Constantinopla-, alejaremos las naves de la innovación para disparar a buen recaudo la artillería eficaz de las técnicas cognitivo-conductuales.

Pero falta el hilo de unión, el alma que aglutina todo, esa mirada completa a una vida sufriente ante la que se debe entrar de puntillas, pidiendo permiso y agradeciendo la gentileza de habérsenos dejado pasar. No soy el experto ante el incauto (al menos, novel yo, sé que no soy experto aunque es bueno que me perciban como tal), ni el mago que se sacará de la manga o la chistera un recurso inimaginable y eficacísimo. No. Puedo comprender las conductas -a veces-, los condicionamientos y sesgos -otras tantas-, los procesos psicológicos básicos o superiores -al menos en su descarnada teoría-, e incluso puedo estar al tanto de mucha literatura científica, pero ante el paciente se abre sólo un misterio cuando todo él es mirado en partecicas que pueden ser explicadas una a una, según aparecen.

Cuando se entiende la mirada de la Psicoterapia ITA, se comprende perfectamente la totalidad de la persona que está ante ti. Se le puede ver en su totalidad, aunque misteriosa, en su humanidad más sincera, aunque esas mil defensas parezcan ser amenazantes. Y se le ve como una persona que debe ser aceptada, pero validada; comprendida, pero reconocida. Es la totalidad de su constitución personal la que se te muestra, la que sólo puede ser mirada desde el respeto, la validación y la aceptación. Porque se comprende que sólo desde el vínculo se le puede reparar y que sólo desde el conocimiento de su verdad constitutiva (de su apego, de sus experiencias y vivencias con los cuidadores principales) se puede comprender el total de su conducta a veces oscura y misteriosa. Entonces puede ser difícil la vía por la que caminar en la terapia, pero si se comprende dónde está la luz de aquella casa primera habitada, se pueden intuir las vueltas y revueltas del paciente, comprender sus porqués aunque no sepas sus paraqués. No hay asedio entonces. Hay descubrimiento, deslumbramiento otras tantas. Y fracasos, desde luego, que a veces la experiencia ayudará a no cometer, o por lo menos a no estropearlos más de la cuenta. Pero el paciente se convierte en un tú que se puede comprender y validar, porque es ahora iluminado por una mirada terapéutica que trata de reconocerle en su totalidad. 

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