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En 1930, un fisiólogo llamado Selye, se dedicó, accidentalmente, a torturar sin ser consciente a un grupo de pobres ratas de laboratorio, con asombrosos resultados que también resultaron ser accidentales.

Necesitaba inyectar en estos animales un determinado tipo de tejido productor de una nueva hormona que pretendía investigar, para comprobar si producía algún efecto que hiciera despuntar su carrera investigadora.

El planteamiento teórico es fácil, pero la práctica no debió serlo tanto. Durante el tiempo razonable para estudiar las consecuencias de la sustancia en cuestión, este investigador se dedicó a coger ratas asustadas y someterlas sin ningún cuidado a un angustioso proceso de inyección de sustancias en sus tejidos. Aunque ahora somos algo más sensibles a estos temas, en general nadie ha tenido mucho en cuenta el proceso doloroso que supone esto para los animales de laboratorio. Y este fisiólogo, en 1930, no debía estar muy implicado en acciones para la defensa de los animales.

 

Selye comprobó con gran satisfacción que tras sus inyecciones, las ratas habían desarrollado un conjunto de síntomas que se repetían: atrofia de tejidos del sistema inmunitario (timo, bazo y nódulos linfáticos), crecimiento anormal de la corteza suprarrenal (una glándula productora de hormonas) y úlceras pépticas (heridas sangrantes en el interior del estómago)

 

Confiado en que acababa de descubrir una nueva hormona, pasó a la siguiente fase de su estudio, que consistía en la fase control, es decir, inyectar una solución inocua a otro grupo de ratas, para descartar que los efectos se hubieran debido a otras cosas.

Cuál fue su asombro cuando, tras una nueva fase de tortura al segundo grupo de ratas, éstas desarrollaron el mismo conjunto de síntomas.

Indignado y sorprendido, recargó nuevas jeringas con diversos tejidos y sustancias… y tras cada nuevo análisis, llegaba a los mismos resultados: las ratas presentaban las mismas tres alteraciones recurrentes en su organismo.

No me extenderé más con el relato de Selye. Sólo diré que este científico es conocido actualmente como el padre del concepto de Estrés. Un concepto tan psicológico, fue acuñado por un fisiólogo torturador de ratas de laboratorio.

 

Ahora, releyendo el comienzo de la historia… podemos entenderlo perfectamente. El menor de los problemas para esas pobres ratas era el contenido de las jeringas. Estaban profundamente alteradas por la presencia amenazadora de un científico que las manipulaba sin ningún cuidado, y que día tras día, las sometía a traumáticas y doloras abducciones.

Efectivamente, esas ratas estaban estresadas ¿Pero es posible que el estrés produzca alteraciones físicas tan evidentes?

 

Todos los organismos vivos intentan regular sus funciones para que exista un nivel óptimo de oxígeno, temperatura, acidez… que les mantengan en equilibrio. Cualquier cosa que rompa este equilibrio desde fuera del cuerpo, se considera un agente estresante, y el estrés es la respuesta del organismo para intentar recuperar el equilibrio.

Ahora sabemos que este esfuerzo (estrés) puede llegar a generar alteraciones similares a las que Selye provocó en sus ratas.

Pero, ¿cómo pudo producir este tipo de alteraciones algo que directamente no estaba afectando físicamente a los organismos de las ratas? La respuesta pasa por comprender que nuestro sistema nervioso responde de manera similar ante un agente estresante que ante la anticipación de tal agente estresante.

Esto significa que, recibir un golpe genera tanto estrés como saber que puedo recibirlo. El cerebro es una maquina anticipatoria y como tal, responde adaptándose a lo que sucede y a lo que se preveé que va a suceder.

Así, podemos deducir que un producto mental (una idea, por ejemplo, de que algo puede pasar) genera un estado emocional tan potente, que, mantenido, puede provocar dolencias físicas graves.

Las ratas de Selye no solo experimentaban el estrés agudo del momento en el que eran inyectadas, si no que, con el tiempo, desarrollaron lo que el propio fisiólogo denominó el Síndrome de Adaptación General. Ante la presencia inevitable de la fuente de estrés, sus organismos se adaptaron, generando así complicaciones médicas a largo plazo.

Puede ser difícil comprender cómo ocurre este proceso. Es recurrente un cierto escepticismo en este asunto. Pero al fin y al cabo, nuestro sistema nervioso se conecta a todos los demás sistemas de nuestro organismo. Nuestro cuerpo y nuestra mente residen en el mismo lugar, trabajan con el mismo equipo, y responden juntos ante las mismas amenazas. Lo que le pasa a uno, inevitablemente le repercutirá al otro.

Aunque seamos reacios a esta idea, esta relación poderosa científicamente sustentada seguirá existiendo. Mente y cuerpo trabajan a la par. Cuidar de uno de ellos significa cuidarlos a los dos.

 

 

Artículo escrito por Nerea Bárez Directora del Centro de Psicología NB

Psicólogos en Collado Villalba y Moncloa

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